Los cuentos aparecen debajo de los dibujos

En un lugar secreto



oy he recordado una vieja historia y quiero compartirla contigo. Una noche, hace mucho tiempo, en que la tristeza me invadía y no podía dormir, cerré los ojos para soñar y soñé despierta. Aquella noche soñé contigo y todavía no te conocía. Te imaginé tal y como eres, porque quería soñar con algo maravilloso, para soñar dormida, con la felicidad que despierta encontraría.

Imaginé alguien con quien compartir mis alegrías cuando llegasen y a quien pedir un consejo cuando mi corazón dudase. Alguien bello y amable que despertara en mí, lindos sentimientos. Que compartiera su felicidad conmigo. Que irradiara alegría con tan solo parpadear y sonriera mucho; mucho, mucho, tal y como yo hago. En mi imaginación apareciste tú, pero me deje llevar por la emoción de todo aquello que creaba y te imaginé incompleta.

Esta tarde al escucharte hablar, cerré los ojos para pensar que era aquello que me falto por imaginarte, y tus palabras me explicaron que era aquello que te faltaba.

En mis sueños vi un hada, un hada como tú, vivaracha, sonriente y dicharachera. Capaz de ver la felicidad en cada gota de rocío, en cada rayito de sol, en el color de una flor ya fuera fresca o marchita. Todo aquel que se cruzaba con ella terminaba contagiado de una gran felicidad. Pero la felicidad de Doly, que así se llamaba el hada de mis sueños, era solo aparente. Y te preguntarás por qué. Pues porque Doly se había empeñado en una gran empresa. Y esa no era otra que encontrar sus alas, unas alas grandes y hermosas que le permitieran volar. Y esa era su imperfección,  por eso estaba inacabada. No hay hada que se precie, sin unas alas grandes en la espalda, que la permitan volar por el cielo. Eso hacía que no pudiera ser del todo feliz.

Cada mañana se levantaba y buscaba como ocupar su tiempo. Se pasaba el día navegando por su ventana en busca de información y nuevos horizontes, regalando trocitos de bienestar, preocupándose más por la felicidad de los demás, que por la suya propia. Doly siempre jugaba. Jugaba a buscar la forma de explicar en imágenes lo que sus palabras no llegaban a decir. Y a decir con palabras lo que las imágenes no expresaban.


De esta forma pasaba el tiempo, a la espera de que así un día, le fueran creciendo alas. Después al llegar la noche, se miraba en el espejo a ver si había llegado el gran día. Pero no encontraba más de un pequeño abultamiento a la altura de sus omóplatos. Así que se acostaba haciendo nuevos planes para el día siguiente.

Había consultado con otras hadas y una tras otra le habían dado la misma respuesta. “Busca en tu interior y encontrarás tus alas”. Después de cada una de esas conversaciones Doly se despertaba con fuerzas renovadas y buscaba metas más inalcanzables y más y más amigos a los que regalar abrazos y sonrisas. Porque si por algo se caracterizaba la lucha de Doly, era por encontrar corazones amigos allá donde ella estuviera.

Con el tiempo había llegado a encontrar una efímera felicidad,…, poniendo color en cada rincón de su bosque. Si estaba apática salía a buscar amigos porque cada vez que se encontraba con una sonrisa,…, más grande se hacía la suya. Y si la cara que veía enfrente estaba triste, ella sacaba sus lápices de colores y allí mismo le dibujaba una gran boca sonriente roja de amor, con unos dientes blancos y puros como el aire de la mañana. Así era feliz. Solo con eso,…, ella era capaz de  alimentar su corazón.

Un día una conejita del bosque, la vio saltando de flor en flor radiante y alegre, derramando sonrisas y cantando canciones optimistas como siempre iba, y le llamó para  darle lo que ella siempre buscó.
-          ¡¡¡Dolyyyy!!!
-          ¡Cócotu! ¡¡Qué alegría de verte!! Hacía tiempo que no sabía de ti y te extrañé.- Solo con eso la pequeña coneja ya esbozó una gran sonrisa. Pues hacía apenas unas horas habían estado juntas, y saber que tan pequeño espacio de tiempo había sido suficiente para que le extrañara tanto, le hizo feliz.
-          Yo también te extrañé a ti- dijo Cócotu y lo dijo de todo corazón, porque era verdad- ¿Querrías venir conmigo a mi lugar secreto? Me gustaría compartirlo contigo.
-          Por supuesto amiguita, es un honor que tu lugar secreto deje de ser secreto,…, por lo menos para mí.- Cócotu sonrió pensando que el hadita bromeaba y ahora entenderás porque.

En el primer cruce de caminos Doly ya se sintió perdida. Caminaron por lugares por donde ella no había pensado ir jamás. Eran totalmente irreconocibles para el pequeño hada. Pero en cada rincón creía reconocer algo que en algún momento de su vida había sido suyo. Entre juegos y carreras llegaron a una amplia explanada iluminada por un radiante sol que caía a plomo sobre un lago tan grande, que Doly no fue capaz de ver por donde se derramaba el agua que escuchaba a lo lejos como una gran cascada. El agua del lago, sin embargo, estaba mansa y reflejaba el cielo como un enorme espejo.
-          ¡Que lindo lugar Cócotu! Tú si que sabes regalarte un momento de relax.
-          ¿Yo? – Preguntó la conejita extrañada.
-          Me encanta, el paraíso en mi imaginación no es muy diferente a este remanso de tranquilidad –dijo mientras se asomaba a la orilla del lago para ver su propio reflejo- mira puedo verme en el lago. Soy mas bella de lo que recordaba.
-          ¡Pues claro! Todos somos más bellos de lo que creemos, solo tenemos que mirar con los ojos de otros para ver nuestra hermosura. Con los ojos de aquellos que no nos juzgan. Tú te estas viendo con los ojos del lago.

En ese momento, Doly retrocedió asustada  cayendo de culo al suelo, como  si hubiera visto un extraño ser mirándole desde el mismo fondo del agua. Pero no dudó ni un instante en volver a asomarse, pues lo que había visto en realidad era lo más bello que jamás vieron sus ojos. Al volverse a reflejar, vio dos alas grandes tras su cabeza. Dos inmensas alas de color verde sedosas como algodón y ligeras como el viento.
 
-          ¡¡¡¡Mira Cócotu!!!! ¡¡¡¡TENGO ALAS!!! –Gritó radiante de felicidad.
-          Siempre tuviste alas. Mil veces las tuviste y mil veces las regalaste al primero que las necesitó.- Doly parecía hipnotizada de ver su propio reflejo en el lago, parecía no escuchar a su pequeña amiga.
-          ¡Tengo alas!  ¡Tengo alas! ¡¡¡¡Tengo ALASSSSS!!!- Cócotu sonreía de ver la inocencia de Doly que veía sus alas por primera vez. El pequeño hada movió sus recién reconocidas extremidades y se levantó del suelo como cualquier hada hubiera hecho. Se elevó más y más mientras gritaba -¡¡¡TENGO AAAALAAAAS!!!- Subió, bajó, y llenó el aire de piruetas y acrobacias imposibles. Derrochó alegría, e iluminó todo a su alrededor de destellos dorados. Cuanto más sonreía más bello le parecía aquel lugar. Bajó al lado de Cócotu, le abrazó y juntas se elevaron del suelo.
-          Doly, ¡¡Doly!! Yo también estoy volando. Me mareo,…, yo no estoy acostumbrada, bájame, bájame ¡¡Doly, ¿te has vuelto loca!!- De regreso al suelo Doly le preguntó curiosa como siempre.
-          ¿Dónde me has traído? ¿Dónde estamos? Quiero recordar siempre este maravilloso lugar, donde descubrí mis alas por primera vez.
-          ¿Pero todavía no lo sabes? ¡¡Estamos en tu corazón!! Todas las hadas te lo dijeron siempre “Busca en tu interior.” Cada vez que quieras encontrar la felicidad solo tienes que llegar a este rinconcito. En él tienes todo lo que necesitas. Pero para eso debes dedicarte un tiempo a ti misma, a aprenderte el camino, a saber que la mayor belleza que tienes está aquí. Yo conocía este lugar de memoria porque desde que te conocí, tú guardaste un espacio para mí en tu corazón. Eso sólo lo sabemos tú y yo, y por eso es mi lugar secreto, porque aquí solo tú puedes encontrarme.

Doly, eso me lo enseñaste tú. Tú eres y serás el hada de mi imaginación. Busca en tu interior y verás que nada ni nadie será capaz de destruir lo que en tú interior guardas. Ayer tal vez lloviera sobre el agua del lago, pero tu harás que vuelva a brillar un sol inmenso. No permitas que nadie, ni yo misma te impida diluir los colores de ese valle. Mi fábula es otra pero también quiero vivir un cuento de hadas, por eso sigo volviendo de vez en cuando a mi lugar secreto.






Dedicado a la hadita que en ti imaginé
Dedicado a esa amiga que me guarda un huequito
 en “mi lugar secreto”.
Te lo dedico a  ti.


El Gallo KIRIQUILLO

        rase una vez un gallo llamado Kiriquillo, que no sabía cantar. Os puedo asegurar, yo que le oí, que al cantar solo sabía hacer “gallitos” que hacían reír a carcajada limpia hasta al más serio. Kiriquillo no dejaba por ello de cantar ni una sola mañana al salir el sol. El único que no se reía con los gallitos de gallo cantor era su avergonzado dueño, que odiaba aquel canto con toda su alma.
- Kirí Kirí quirilloooooooooooo.- Cantaba cada mañana.

        Todos los días, al salir el sol, la gente abría las ventanas para oír al gallo Kiriquillo, y reían a carcajada limpia. El gallo salía después pavoneándose entre las gallinas, que burlonas le saludaban entre risas contenidas.
- Buenos días Kiriquillo. Ya escuchamos tu hermoso canto y te agradecemos que nos despiertes cada mañana, con esa alegría y entusiasmo.- Decían las gallinas, aunque entre ellas, comentaban que era su estruendoso alarido, el que maldecían cada mañana porque no las dejaba dormir.
     
      Kiriquillo las agradecía su cumplido y se crecía ante los otros gallos, pues ningún animal de la granja, hacía halagos de sus esplendorosos cantos. Kiriquillo solo tenía dos buenos amigos, un perro sordo y la hija del granjero. Anita, que así se llamaba la niña, se levantaba cada mañana, preparaba las sobras de la noche anterior para su viejo perro Spuk, café para su padre y pienso para los animales. Spuk la acompañaba siempre dentro de la casa donde quiera que fuera, y Kiriquillo la esperaba tras la puerta, para acompañarla fuera.
     
      Un día hubo un incidente en la granja. Un perro se coló por un agujero de la verja y mordió a varias gallinas. Kiriquillo no se enteró de nada, pues estaba de paseo con Anita y Spuk. Por la noche, Alberto, el padre de Anita, salió al corral y se fue derecho hacia el gallo Kiriquillo.
- Mira Kiriquillo- le dijo apuntándole con el dedo- se que llevas muchos años en la granja, y que lo único que te ha salvado de la cazuela, ha sido tu amistad con Anita, porque de no ser así, habría dejado de escuchar tu canto hace mucho tiempo. Pero esto, ya es demasiado. Eres el gallo que peor canta y ni siquiera defiendes a tus gallinas porque te pasas el día con mi hija. Así, que si no te empiezas a comportar como el gallo que se supone que eres, te regalaré al primer granjero que pase por la puerta. Y una cosa te digo, espero que cantes mejor cada mañana y si no sabes hacerlo, no cantes.

        Kiriquillo pasó una mala noche haciendo esfuerzos por aprender a cantar como se suponía que lo tenía que hacer un gallo. Notó que alzando su pico al cielo hasta que le dolía, mejoraba bastante su canto. Y aunque resultaba doloroso, al salir el sol, levantó la cabeza hasta que no pudo más, infló su buche con aire fresco y gritó con toda su fuerza.
- Ki,...,kirillooooo.- Le había salido un gallito final pero ese canto había sido otra cosa. Se pasó todo el día corriendo entre las gallinas, intentando que ninguna se desmadrara. Así que al llegar la noche estaba demasiado cansado, pero debía intentar perfeccionar su ya mejorado canto.
     
      Así pasó semanas enteras cuando una mañana consiguió lo que nunca antes había conseguido. Alzó su cuello más allá de lo posible, infló su buche y cantó como cualquier gallo lo habría hecho.
- Ki KiriKiiiiiii. Ki Kirikiiiiiii.


      Kiriquillo estaba tan cansado que no tuvo fuerzas para alegrarse de lo bien que había cantado. No se sintió orgulloso, sencillamente salió del corral y empezó con su trabajo. Las gallinas comentaban alborotadas que algo había pasado. Que debía de haberse enamorado, para esforzarse tanto en cantar así de bien y en defender su corral de aquella manera, pero el gallo estaba de tan mal humor, que ninguna se atrevió a preguntar.
     
      Cuando había pasado un mes de este cambio, llegó una mañana el sol al horizonte y se oyó el canto de los gallos por todas las granjas del valle, menos en la de Kiriquillo. Nadie en la granja lo notó pues seguían durmiendo. El sol entró por la ventana e iluminó los ojos de Anita con todo su esplendor. La niña se despertó sobresaltada. Ella siempre se levantaba al amanecer con el canto de Kiriquillo y fue la única que notó, que el gallo no había cantado aquella mañana. Bajó a la cocina y preparó el desayuno a su padre. Sólo cuando lo tuvo listo, salió al establo a ver al gallo.
     
      Kiriquillo estaba tumbado con la mirada perdida en algún sitio indefinido. La extrañó que estando despierto no hubiera cantado.
- ¿Qué te pasa Kiriquillo? ¿Por qué no cantaste hoy?
- No sé que me pasa, no puedo cantar.- Dijo el gallo afligido.
- ¿Te duele la garganta?
- No, no me duele nada. Simplemente me encuentro mal.
- Y ¿por qué no puedes cantar?- Preguntó Anita sin entender nada.
- No me apetece. Siento un malestar tan profundo en el pecho, que no puedo cantar.
- Pero si lo haces muy bien, desde hace un tiempo eres el gallo que mejor canta de toda la comarca.- La niña se sentó a su lado.
- Quizás sea eso. Me he esforzado tanto por cantar como todo el mundo espera que cante un gallo, que ahora ellos están felices y yo no puedo hacerlo.- Dijo el gallo sin poder moverse del sitio.
- No te entiendo. Cuando todo el mundo se reía de ti, cantabas cada mañana sin importarte lo que dijeran los demás, y ahora que todos te admiran ¿no puedes cantar?
- Soy el mejor gallo de la comarca, como tú dices. Por las mañanas hago esfuerzos increíbles por cantar, como todos quieren que cante. Luego defiendo mi corral, como tu padre quiere que lo defienda. Por las tardes limpio mis plumas, para aparentar ser guapo como todas las gallinas esperan de mí. Así que cuando llega la noche, estoy tan cansado que apenas como y casi no duermo, por miedo a no despertar a tiempo por la mañana. El primer día me gustó que todos se sintieran orgullosos de mí. Pero ahora, como no duermo, por la mañana me siento cansado y me cuesta el doble cantar. Como apenas como, cada vez me cuesta más controlar a las gallinas. Y últimamente por mucho que ahueque mis plumas, se me ven los huesos. No puedo más.
- Ya sé lo que te pasa.
- ¿Y tiene solución?- Preguntó el gallo sin poner mucho entusiasmo.
- Por supuesto. Tú no eres el gallo de la granja, tú eres el gallo Kiriquillo. Y si trabajas en la granja, no es para ser el gallo del corral, es para poder seguir siendo el gallo Kiriquillo.
- No lo entiendo.
- Mira, tú tienes que ser tú mismo. Tienes que trabajar en la granja para ganarte la comida, pero nunca puedes dejar de ser tú mismo.- Dijo Anita con ternura mientras le acariciaba las plumas.- Te tomas esto demasiado en serio y no dejas nada de tiempo para seguir siendo el gallo que eras antes. Si tienes que cantar,..., canta y si tienes que vigilar a las gallinas,...,  vigílalas, pero nunca dejes de ser el gallo Kiriquillo. ¿Cuánto tiempo hace que no nos divertimos Spuk, tú y yo?- Preguntó y sin dejarle contestar, continuó.- Encuentra un momento para divertirte. Se bromista como eras antes, aunque tengas que gastarle las bromas a las gallinas en lugar de a Spuk. Pero nunca te olvides del gallo Kiriquillo que llevas dentro, él también necesita de tu atención, no solo las gallinas.
- ¿Quieres decir que ahora que hago todo lo que los demás esperan de mí, no debo hacerlo?- Preguntó enfadado sin entender entonces que debía hacer.
- Quiero decir que no debes poner todo tu esfuerzo en una sola cosa. Antes te divertías tanto, que no ponías atención a tu trabajo y te iban mal las cosas. Ahora le pones tanto esfuerzo, que no tienes un momento para divertirte, y también te van mal las cosas. Todo lo bello, lo es en su justa medida. Atiende a lo que te piden sin dejar de escuchar a tu propio corazón. El también tiene sus necesidades.
     
      Era difícil volver a ser Kiriquillo después de tanto tiempo siendo el gallo del corral, pero solo cuando el gallo Kiriquillo lo entendió y lo llevó a la práctica, se dio cuenta de lo que Anita había querido decirle. Ahora incluso parecía que el día tenía más horas. Le daba tiempo a hacer cosas que antes nunca hubiera pensado. Pero sobre todo pudo empezar a ser, él que todo el mundo quería que fuera, sin dejar de ser quien realmente era.

EL ARBOL ORGULLOSO



 rase una vez un árbol que crecía alto, fuerte y frondoso, en un soleado valle de la selva. El curso del río le rodeaba caprichosamente, dejándole aislado de los otros árboles y del resto de animales. Esto le había hecho crecer solitario y desconfiado.

      Un día, desde su envidiable altura, observó que el río traía una bola de pelo naranja y amarilla, dando vueltas y vueltas. Al pasar junto a su pequeño islote quedó embarrancada. Durante unos segundos, la bola de pelo quedó inmóvil, pero de pronto empezó a moverse por si sola, lenta y torpemente. De la pequeña bola de pelo salió una cola, después cuatro patas y por último, una cabeza. El árbol, comprendió entonces que se trataba de un pequeño cachorro de león, que venía enroscado sobre si mismo como un ovillo.
- ¡Eh, tú!- Dijo el árbol con el mal genio que le caracterizaba.- Este islote es mío y la sombra que pisas es la que yo proyecto. Así que vuelve al río para que pueda ver mi majestuosa sombra sin estorbos.
- Pero árbol, estoy demasiado cansado y no puedo cruzarlo. Hace tres días que me caí al río y llevo dando vueltas desde entonces. Estoy muerto de frío y de hambre. Deja que descanse un rato bajo tus ramas, y cuando haya recuperado fuerzas intentaré cruzar de nuevo.
- Yo no he necesitado nada de nadie, de modo, que nada os debo a los demás.- Dijo el árbol egoísta.- Mi islote es lo único que tengo, además de mi gran belleza. Y no lo quiero compartir.
- Por favor déjame descansar sólo un ratito.- Suplicó el cachorro entre fuertes tiritones.- Tú necesitas el agua del río, la luz del sol, el oxígeno del aire y todo lo recibes sin entregar nada a cambio. Haz ahora algo por los demás, no es mucho lo que te pido.
- ¡Yo no necesito a nadie!- Gritó arrogante el árbol.- Así que vete de mi vista y deja que descanse.

      El cachorro abatido por la tristeza y el cansancio se tiró de nuevo al río, con la esperanza de llegar a la otra orilla. Pero sus fuerzas eran tan escasas, que torpemente se fue hundiendo bajo las aguas. El sol que había escuchado la conversación le preguntó entonces al árbol, que por que había dejado que el leoncito se ahogara.
- Nada podía hacer yo por él. En este pequeño islote no llega la luz del sol al suelo, de modo que no se podía calentar. No hay comida, así que no podía saciar su apetito. Fue en busca de lo que necesitaba pero estaba tan débil que no llegó ¡Pobre leoncito!, pero así es la vida. La ley de la selva es cruel a veces.
- Tú pudiste dejarle una de tus ramas para que la usara de puente, pues sabías que estando tan débil como estaba, jamás habría alcanzado la otra orilla.
- ¿Y qué estropeara mis lindas hojas? ¡Oh, no, no! De ningún modo ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué hubiera conseguido yo a cambio?
- Los pájaros comentaban que no les dejabas poner sus nidos en los huecos de tu tronco, y no les creí.
- Pues es verdad, lo manchan todo.
- Escuché a los monos protestar porque no les dejabas jugar sobre tus ramas, y me pareció mentira.
- Claro que no, me vuelven loco con sus gritos.
- Oí a las mariposas decir que no las dejabas descansar bajo tus hojas, y no las dejé ni terminar.
- Pues así es, no paran quietas y me hacen cosquillas.
- Entonces mandé al león, para comprobar por mí mismo que aquello no era verdad. Me entristeció mucho comprobar que el equivocado era yo. Que tu egoísmo es tan grande que fuiste incapaz de darle cobijo a pesar de la historia tan triste que te contó.
- Pues no, no fui capaz.
- Y encima pareces estar orgulloso de ser tan egoísta y  miserable como eres.
- Yo no le pedí nada a ninguno de esos animales, porque ellos nada me podían dar. ¿Por qué iba a darles yo, algo que es solamente mío?
- En este mundo todos necesitamos de todos. Y si tú no fuiste capaz de respetar al que un día será tu rey, no mereces el respeto de nadie.
- Vuelvo a repetir que no necesito nada de nadie, y mucho menos respeto. ¿De qué sirve el respeto?
- En castigo a tu egoísmo vas a pasar los tres días más duros de tu vida, para que aprendas a no ser tan orgulloso. Uno por cada día que el león pasó en el agua.

      Así hablaron y el sol fue a comentar con sus amigos el agua, el viento y la tormenta como actuarían, para imponer al árbol el castigo que se merecía. “Debemos asustarlo- dijo el sol- imponerle un castigo por su mal comportamiento, pero sin dañarlo.”

      Al día siguiente, el curso del río, cambió radicalmente y el sol brilló, con más fuerza de la nunca tuvo. La tierra se secó rápidamente alrededor del árbol. Tuvo mucho miedo de morir, de llegar a secarse. Al llegar la noche el árbol estaba terriblemente sediento, pero seguía en pie. Así que se estuvo riendo del sol pensando que había ganado la primera batalla.
- Ja, ja, ja tan abrasador que parecías y fuiste incapaz de secar mis raíces.
      Al segundo día el sol se ocultó tras unas nubes y una leve brisa empezó a soplar. De pronto un terrible vendaval hacía retorcerse todas las ramas del árbol violentamente. Así sopló con fuerza el viento, durante todo el día. Temeroso de que su tronco pudiera partirse estuvo tambaleándose, pero no fue así y al llegar la noche el árbol se reía del viento.
- Ja, ja, ja tan poderoso te creías y fuiste incapaz de partir mis ramas.

      Al llegar el tercer día estaba nublado y no había ni rastro del agua, del sol ni del viento. De pronto empezaron a caer un montón de fuertes y brillantes rayos que amenazaban con prenderle fuego a sus ramas. Y tuvo miedo. Pero ninguno le consiguió quemar. De modo que al llegar el final de este tercer día, el árbol se burlaba de los rayos diciéndoles.
- Ja, ja, ja ¡qué mala puntería! Con tanto ruido que armasteis y no habéis sido capaces de quemar mi tronco.

      Cuando el sol volvió al cuarto día el árbol más engreído que nunca le dijo entre risas:
- ¡Oh! Qué miedo, viene el sol amenazando de nuevo.
- Veo que a pesar del castigo, tu actitud altiva y egoísta no ha cambiado.
- No se porque había de cambiar, sólo quiero que me dejéis en paz. Yo nunca he pedido nada a nadie porque nada me pueden dar.
- Debes comprender que si los que viven a tu alrededor no te respetan acabarías de la forma más ruin para un árbol como tú, siendo pasto de las llamas.
- Si vosotros tan fuertes y poderosos no conseguisteis derribarme ¿Cómo podéis pensar que los animales de la selva podrían dañar mi poderosa estampa? Yo soy más grande y fuerte que ninguno de ellos.
- Si un día te encuentras enfermo y necesitas la ayuda de alguien sólo tienes que pedírmelo. Pero si el orgullo te impide hacerlo acabarás muy mal.

      Y el sol se fue triste al comprobar que el árbol no cambiaba. Que no comprendía que hasta el ser más fuerte de la selva, necesita del resto de seres vivos para poder sobrevivir. De unos necesitará ayuda, de otros simplemente que le respeten.

      Pasados unos días el curso del río no había vuelto a rodear al árbol, por lo que cualquier animal podría ahora acercarse hasta él sin hacer esfuerzo. Una manada de elefantes que pasaban por allí, lo vieron y fueron hacia él.
- Mirar hijos,- dijo el elefante mayor- el agua del río ha dejado de abrazar al árbol egoísta. Como ningún animal podía antes alcanzar sus ramas, están aun cuajadas de dulces frutos ¿Tenéis hambre?
- ¡Si papa!- corearon los elefantes más jóvenes.

      El árbol no les hizo caso, pensando que no hablaban en serio. Y sólo cuando los elefantes empezaron a comer de sus ramas, el árbol se dirigió a ellos con desprecio y altanería, como siempre.
- ¡Eh gordos! ¿Qué os habéis creído vosotros, que voy a alimentar a todos los animales de la selva?
- El sol nos contó tu historia y si tú no nos respetas a nosotros ¿Por qué tenemos que respetarte a ti? Siempre lo hemos hecho y de nada ha servido.
     
      Cuando los elefantes no alcanzaron más frutos, zarandearon el árbol para hacerles caer, partiendo ramas con sus fuertes colmillos. Después de saciar su apetito el árbol quedó torcido y lastimado a consecuencia de los golpes, pero él seguía riendo.
- Ja, ja, ja ¿Es que soy demasiado fuerte para vosotros? Ni siquiera el animal más fuerte y grande de la selva ha podido derribarme, a pesar de intentarlo con insistencia.

      Una mañana calurosa la jirafa se acercó con sus graciosos andares hasta el río para beber. Desde su envidiable altura comprobó que el árbol orgulloso, tenía las hojas más verdes y frescas que jamás había visto. Mientras la jirafa comía del árbol, él no paraba de reír.
- Ja, ja, ja ¿Qué te ha pasado? ¿Te has tragado un palo y se te ha quedado en la garganta? Ten cuidado y no mires al suelo si padeces de vértigo.

      La jirafa que ya había escuchado al sol hablar del árbol, arrancó sus hojas sin escuchar sus burlas hasta que calmó su hambre. Después como si no hubiera oído sus comentarios, se dio la vuelta y se fue sin más.
- ¿Es que no me has oído?- chilló el árbol rabioso de no haberla ofendido- Ya entiendo, eres amiga de los elefantes y os habéis propuesto terminar conmigo ¿No es así? Pues no lo conseguiréis.

      Unos días más tarde, una familia de monos observó que ahora, no había que cruzar el río a nado para jugar en las ramas del árbol egoísta. Como siempre juguetones llegaron al pie de éste, entre saltos y gritos. Entonces el malhumorado árbol chilló enojado.
- Eh vosotros, que un día os sentasteis sobre las ascuas del fuego y se os quemó el traje por el culo, ¿queréis callaros? Estoy descansando.

      Por la forma de hablar y las cosas que decía, los monos comprendieron que aquel era el árbol egoísta del que tanto habían oído hablar. Uno de los monos se subió a una rama y se balanceó en uno de sus juegos adolescentes. Realmente parecía fuerte, así que llamó al resto de la familia. Unos colgaban de la rama y otros saltaban sobre ella.
- Bajaros de mis ramas que aunque están desnudas de frutos y hojas aún son fuertes y no podréis dañarlas.

      Pero los monos no hicieron caso al árbol y al final, la rama cedió. Con un gran crujido la rama cayó al suelo y todos los monos chillaron y saltaron a modo de celebración. Jugaron, saltaron y se columpiaron de otras ramas, hasta que el cansancio los pudo y agotados se fueron en busca de otro árbol más confortable para dormir.
- Ja, ja, ja- se reía el árbol- tan ágiles y revoltosos y no habéis conseguido terminar conmigo.
- Jamás vi un árbol tan feo y desnudo, con la mitad de sus ramas partidas y que su orgullo todavía le impidiera pedir ayuda.
- No se por qué necesitaría ayuda, todavía tengo la copa más bonita de todos los árboles de la selva.

      En los días siguientes los pájaros terminaron con sus frutos y las orugas con sus hojas. Durante el día el árbol se mostraba orgulloso pero al llegar la noche y el sol ya no podía verle, lloraba y se lamentaba de su aspecto. Entonces la luna le habló con la ternura de una madre.
- ¿Porqué te empeñas en ser el más malo?
- ¿Quién habla? ¿Quién está ahí?- preguntó sobresaltado.
- No te asustes, soy yo, la luna. Los dos hemos podido comprobar que los animales no te respetan, de modo que si no cambias tu forma de ser, acabaran contigo en poco tiempo.
- Ya lo intentaron los más grandes de la selva y no lo consiguieron ¿Qué más podrían hacerme? ¿Quién piensas que podría lastimarme?
- ¿Qué no consiguieron nada?- Preguntó la luna sin entender entonces por qué estaba tan triste el árbol- Mira tu aspecto. Tus ramas están desnudas de hojas y frutos, además la mayoría están partidas ¿No ves, que siendo tan cabezón, sólo has conseguido ser el árbol más feo de la tierra?
- Sólo temporalmente, la primavera que viene brotaran nuevas ramas y más hojas que nunca, y volveré a tener los frutos más dulces.
- Hay que respetar a todos los animales, así lo dice la ley de la selva, desde el más grande al más pequeño. Así que si no cambias tu forma de ser lo pagarás muy caro.

      A la mañana siguiente un gran número de termitas y escarabajos llegaron en silencio y preguntaron al árbol.
- ¿Eres tu el árbol orgulloso?
- Si soy yo.- Dijo entre risas- Si ni las orugas, ni los pájaros, ni los monos, ni las jirafas, ni los elefantes, ni la tormenta, ni el viento, ni el sol pudieron conmigo ¿Qué pensáis hacer vosotros? Enanos, diminutos, si apenas puedo veros.

      Las termitas comprendieron que su actitud no había cambiado, así que empezaron a mordisquear su tronco. Al árbol le había dado un ataque de risa y no podía parar de reír. Sus carcajadas podían oírse en toda la selva.
- Pero sol ¿qué intentas ahora? Cada vez mandas animales más pequeños- Dijo entre risas- No puedo creer que pretendas asustarme con esto ¿Qué será lo siguiente que me mandes? ¿Pulgas tal vez? Ja, ja, ja

      El trabajo de las termitas era lento pero continuo. Cavaban largos túneles por dentro de la madera. Así que al cabo de unas horas el árbol se empezó a sentir mal.
- Eh pequeñajas ¿Qué me estáis haciendo?- Dijo el árbol que empezaba a sentirse débil. Ya no se reía. Por primera vez desde que nació sintió que un animal podía terminar con su salud. -¿Por qué no salís de ahí adentro y hacemos un trato?- Preguntó el árbol que se sentía como un viejo, enfermo y quebradizo.

      Debilitado y feo, sin hojas, ni frutos empezó a pensar en las palabras del sol. <<"Debes comprender que si los que viven a tu alrededor no te respetan acabarás de la forma más ruin, para un árbol como tú, siendo pasto de las llamas.">>
- Por favor...- dijo casi en un susurro.

      De repente los animales de la selva de los que un día se burló empezaron a llegar. Se fueron parando a su alrededor y por fin el elefante mayor le preguntó.
- ¿Cómo te encuentras árbol?
- Bien ¿cómo me voy a encontrar?- Su orgullo le impedía dar su rama a torcer.
- Pues no tienes muy buen aspecto.
- ¡Pamplinas! -Dijo el terco árbol como si no fuera con él la cosa.
- ¿No necesitas nada?
- ¿Yo? ¿Qué voy a necesitar yo?- Preguntaba irónico el árbol mientras su tronco se iba debilitando y torciendo poco a poco.
- Perdón, me pareció que habías dicho algo como por favor.

      Llevaba tanto tiempo sin pedir ayuda a nadie, que no sabía como hacerlo. Y esta vez se quedó en silencio, reconociendo que si lo había dicho. Pero como no contestaba, los animales empezaron a marcharse. Uno a uno se iban dando la vuelta y alejándose del lugar.
- Esperad.
- ¿Qué? ¿Qué quieres? ¿Qué necesitas?- Hubo un largo silencio después del cual el árbol consiguió decir.
- Ayuda, necesito vuestra ayuda.

      Después de aquello el árbol se sintió por primera vez feliz y no sólo por su belleza, sino por la belleza de todo lo que le rodeaba. Y sintió que su sabia se rejuvenecía cada día por el simple hecho de compartir todo aquello que poseía.

MI QUERIDA MARILITAS

        


ace muchos años, en un país muy lejano, con un nombre tan raro que sería incapaz de repetirlo sin equivocarme, vivía una niña muy pobre. Era tan pobre que, por no tener, no tenía ni padre. Pero María, que así se llamaba, tenía algo que valía más que todo el dinero del mundo: tenía una amiga. El día en que nació, María había recibido la única herencia que recibiría en toda su vida y se llamaba Marilitas. Marilitas era una muñeca de trapo que había sido de su abuela, de su madre y que ahora se había convertido en su mejor amiga.

         Marilitas tenía el pelo rubio hecho con gruesas hebras de lana amarillas. Lo llevaba peinado en dos largas trenzas recogidas con lazos rojos de raso, pero uno de ellos lo había perdido hacía ya mucho tiempo. Su cara había sido más clara de lo que ahora era, pero por la suciedad ahora parecía gris. Aún así, podían adivinarse los coloretes de sus mejillas y su sonrisa de lana roja. Pero lo que más le destacaba en la cara, eran sus dos grandes ojos color marfil, que si no fueran ojos habrían sido botones de algún abrigo. Su cuerpecito de trapo estaba cubierto con un raído vestido lleno de agujeros como el de María. Y sus pequeños pies ya no tenían zapatitos como antes. Pero Marilitas siempre estaba de brazos abiertos esperando ser abrazada.

         María hablaba y jugaba con ella todos los días y a todas horas, como si fuera la amiga que nunca tuvo. La escondía y luego la buscaba para jugar al escondite, le cantaba canciones mientras la hacía saltar con una cuerda invisible, o la agarraba de las manos mientras daban vueltas y vueltas hasta marearse. Nunca se sintió sola porque Marilitas siempre la consolaba cuando la niña se afligía. Sabían divertirse. Juntas inventaban historias de príncipes y princesas y por las noches soñaban con grandes bailes, en salones engalanados para la ocasión. Llevaban radiantes vestidos blancos. Bailaban con príncipes altos y románticos. Las fuertes luces sacaban destellos de sus ojos y sus sonrisas se parecían a los collares de perlas que lucían al cuello. Al menos eso era lo que les decían los encantadores caballeros que las pretendían. Bailaban hasta quedar agotadas y entonces, se sentaban y formaban parte de todos los corros de conversaciones donde las hacían sonrojar cuando ensalzaban su belleza y distinción. Hablaban con elegantes damas venidas de otros países por motivos muy distintos. Y así podían imaginar la vida en exóticos lugares donde ellas mismas irían cuando les llegara su momento. Pero en realidad, más allá de sus miserables barrios, había otros y más allá otros iguales al anterior. Ellas sin embargo al llegar el día y todas esas maravillas se desvanecían, seguían bailando abrazadas la una a la otra, tarareando las músicas que antes habían bailado en sueños. Y eso les hacía sentir mejor.

         Una noche María empezó a toser más de lo normal y su cuerpo se había calentado por el efecto de la fiebre. Su madre preocupada la tomó en brazos  y corrió al hospital más cercano. Sabían que ellos la curarían pero nunca sintió tanto miedo como en aquel momento. María despertó a media noche empapada en sudor. Nada más abrir los ojos María se dio cuenta, algo le faltaba a su lado. Recorrió la habitación con la mirada y preguntó.
- Mamá ¿dónde está Marilitas?
- ¿Marilitas? No lo sé hija se habrá quedado en casa.

         Pero no era así, Marilitas no estaba en casa. De camino al hospital se le calló de los brazos a María y se quedó sola y perdida en una calle oscura, junto a un montón de basura. Al principio no se preocupó, pues sabía que María no sería capaz de abandonarla, pero cuando pasaron las horas y María no volvió, se dio cuenta de que había llegado el final de su amistad. Y lloró y lloró hasta que el agotamiento la hizo quedarse dormida.

         De pronto un traqueteo la hizo despertar sobresaltada. Al principio no sabía dónde estaba. Se encontraba en un asiento que no paraba de moverse, junto a un señor vestido de gris. Un fuerte olor la hizo marearse un poco, pero entonces comprendió era el hombre que había ido a recoger la basura. Estaba en un carro tirado por caballos. Nunca antes había montado en un vehículo y las lágrimas que llenaban sus tristes ojos, la impidieron sentir la alegría de haberlo conseguido. Los habían visto pasar muchas veces y siempre desearon montar en uno como las elegantes señoras que transportaban, pero evidentemente nunca pudieron hacerlo.

         Al llegar a casa el hombre la agarró con sus fuertes y rudas manos y le dijo a su mujer.
- Mira lo que he encontrado junto a la basura que se amontonaba en el callejón. No está tan mal y seguro que tus manos pueden hacer que vuelva a parecer una muñeca.
- Miriam no debe saber que la encontraste en la basura, porque si lo sabe nunca la querrá.- Aseguró la gruesa mujer.

         Antes de que el sol saliera, Marilitas tenía un vestido nuevo y había sido lavada y perfumada. Había recuperado el lazo de su trenza y una hebra de lana gruesa le había devuelto la sonrisa roja que había perdido junto a la basura. Se miró en el espejo y se ruborizó al ver que parecía otra. Se esforzó por sonreír pero su corazón estaba triste porque echaba de menos a María.

         Cuando en el reloj del campanario marcaron las ocho un torbellino pelirrojo apareció por la puerta con su largo camisón, los ojos pegados y gritando como una loca.
- ¿Cuál es mi sorpresa? ¿Dónde está mi sorpresa?
- Mira hija que muñeca tan bonita, te la he hecho casi como me pediste. Debes ponerla un nombre.
- Milupa.- Sentenció Miriam sin pensárselo dos veces.
- ¿Milupa? ¿Qué nombre es ese?
- Uno que me he inventado yo y como a mí me gusta se va a llamar Milupa.

Milupa no entendía como esa niña le había cambiado de nombre si ella ya tenía uno, y bien bonito. Las primeras veces no se hacía al cambio y no se daba cuenta de que Miriam le hablaba a ella. Pero con el tiempo lo aceptó. Miriam no jugaba tanto con ella como María y la muñeca, lo echaba de menos. La niña pasaba la mayoría del tiempo en la calle, y cuando regresaba estaba tan cansada, que la abrazaba y se dormía a su lado. Por eso se sentía sola. Cuando Miriam la hablaba lo hacía gritando. Gritaba cosas como que se diera más prisa, que era la hora de volver y tenía mucho que poner a secar. Pero Milupa no la entendía ¿Qué querría Miriam que secara?

Un día, Miriam empezó a hablar en sueños y Milupa comprendió lo que le había querido decir. Miriam trabajaba durante todo el día haciendo tejas de barro que luego secaba al sol, por eso siempre estaba tan sucia. Miriam trabajaba por la comida y poco más, una pobre recompensa para tanto esfuerzo. Pero tenía que por ayudar a su familia, según decía en sueños. Milupa se entristeció mucho, en realidad no había conocido a más niña que María pero aun siendo tan pobre como era, no la obligaban a trabajar.

A la mañana siguiente, cuando Miriam despertó, se sorprendió al ver la cara de Milupa. La abrazó y volvió a mirarla, la observó con detenimiento y por fin dijo a su madre.
- Mamá Milupa está triste. Cuando vino estaba triste y pensé que era porque todavía no me conocía, pero ahora está más triste que nunca.
- ¿Y tú por qué lo sabes? Tiene una sonrisa grande y bonita.
- Esa sonrisa es de lana pero su corazón de trapo no deja de llorar, la quiero mucho pero no puedo soportar verla así. Quiero otra muñeca para que jueguen.

La dejó sobre su regazo y se fue a vestir para irse a trabajar. Su madre se armó de paciencia y cuando salió de casa la dijo.
- Eso es porque pasáis poco tiempo juntas, llévatela y verás como su corazón empieza a sonreír como su cara.

         Miriam hizo lo que su madre dijo pero a la vuelta del trabajo notó que el corazón de trapo de Milupa, lloraba más que de costumbre, así que al pasar junto al colegio la dejó en la puerta. <<Quiero que entiendas que esto lo hago por ti>>. Sabía que allí habría alguna niña, que pudiera ofrecerla más cosas de las que ella habría podido darla nunca. Esperó hasta que vio a una niña bien vestida que después de dudar un poco, la recogía y la cobijaba bajo su abrigo de paño azul. De regreso a casa, Miriam estaba triste por haberla dejado allí, pero se consolaba pensando que Milupa tendría ahora todo lo que necesitaba. <<La pobreza es triste y ella no estaba hecha para ser triste>>, ese pensamiento le hacía sentirse mejor.

         La primera niña que pasó, miró a Milupa con recelo, se detuvo a su lado, echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la sorprendería, y cuando se encontró segura, la cogió con rapidez y la ocultó bajo su abrigo de paño azul. Menchu, que así se llamaba, se alejó nerviosa por las calles en busca de un cobijo, donde observar a la muñeca con detenimiento. Cuando pudo hacerlo le pareció más bonita que cuando no era suya. Al llegar a su casa, entró rápidamente en su habitación y la colocó bajo los almohadones que decoraban su cama. Milupa estaba asustada, pero volvía a tener un hogar y eso la tranquilizaba un poco. Al llegar la noche, Menchu entró en la habitación, la abrazó y dijo.
- Hola Monic, a partir de ahora te llamarás Monic. Estas son Andrea y la honorable señora Nicolete.

Y la colocó entre dos muñecas con la cara, las piernas y las manos de porcelana. Sus vestidos de terciopelo, era lo más suave que Monic jamás pudo tocar. Sus zapatos de charol negro brillaban como si tuvieran luz propia, y sus blusas y sus calcetines eran de un blanco tan blanco, que casi hacían daño a los ojos cuando les daba el sol. Eran guapísimas y sus ojos parecían de verdad, tanto que los cerraban al tumbarse a dormir y los abrían al levantarse. Sus nombres eran elegantes como el que ahora tenía ella, pero lo que más la sorprendía, era que ahora tendría dos amigas. Hacía tantos años que no había visto a otra muñeca, que ya se había olvidado lo que era tener una amiga como ella.
- Hola chicas, sois guapísimas. Yo me llamo Marilitas, digo no ahora me llamo Monic pero antes me llamaba Marilitas y hubo un tiempo en el que me llamaba Milupa. Pero si os he de ser sincera el nombre que más me gustó fue el de Marilitas.- Estaba tan nerviosa que hablaba atropelladamente sin darse cuenta de que sus dos nuevas compañeras no la respondían.- ¿Qué tal es la vida por aquí? Porque esta familia parece tener mucho dinero. María, que era mi primera dueña, era muy pobre y la vida con ella resultaba muy dura. Estoy encantadísima de conoceros y tener una casa, pero no puedo dejar de acordarme de María y claro,...,- Por fin Monic notó que no era bienvenida en su nuevo hogar.- ¿Qué os pasa chicas, no queréis ser mis amigas?
- No tienes clase ninguna. No hay más que mirarte para darse cuenta de donde vienes.- Dijo Andrea con desprecio.
- Pero puedo ser como vosotras si me enseñáis a tener eso que no tengo ¿Cómo era? Ah! si clase.
- ¿Tú como nosotras?- Preguntó la Honorable señora Nicolete horrorizada de pensar en la comparación.- Aunque la mona se vista de seda,...,
- Pero yo estoy sola, y necesito un poco de compañía. Si pudierais hablarme de vez en cuando sería suficiente.

Monic comprendió por su indiferencia que jamás sería aceptada, y la emoción que sintió al verlas, se torno en tristeza y desamparo. Se encontraba más sola de lo que nunca estuvo, y sin poderlo remediar sus lágrimas volvieron a inundar su corazón de trapo. Añoraba tanto a María, que estuvo llorando toda la noche y toda la mañana. Al llegar la tarde, Menchu entro en la habitación y fue a abrazar a Monic. La niña no comprendía por qué lloraba si la había dejado con Andrea y la honorable señora Nicolete, para que no se sintiera sola.
- ¿Qué te pasa Monic? ¿Me has echado de menos? ¿Por qué esta tan triste tu corazón de trapo?

Durante tres días Menchu se desvivió por buscar y hacer cosas que pudieran hacer a Monic encontrar de nuevo su sonrisa. Pero Monic seguía tan afligida como siempre. Al llegar la tercera noche Menchu ya no pudo más y llamo a su madre.
- ¿Qué pasa Menchu? Llevas unos días muy rara.
- Mama, estoy muy triste.
- Ya lo había notado hija, una madre siempre se da cuenta de esas cosas. ¿Por qué no me cuentas qué  te pasa?
- Mira mama.- Dijo Menchu mostrando a Monic.
- ¿Y esa muñeca?
- Me la encontré, y he tratado de hacer todo lo que he podido por ella, pero ella siempre esta triste y no deja de llorar.
- Yo la veo sonreír.
- Su cara sonríe, pero su corazón de trapo esta triste.
- Pero tú tienes otras muñecas que son mucho más bonitas que esa. .- Dijo su madre con paciencia
- Si, pero con las otras no puedo jugar, porque podrían romperse. A mí me gusta esta. Me gusta abrazarla y llevarla conmigo a todas partes.
- ¿Por qué no hacemos una cosa? Tal vez lo que pasa a esa muñeca es que echa de menos a su dueña. Podíamos llevarla al orfanato donde hará feliz a alguna niña, y comprar una muñeca con la que puedas jugar.

Menchu no estaba muy convencida, pero después de hacerle un vestido nuevo, ponerle unos calcetines y unos zapatitos de charol y recomponer su maquillaje, Monic seguía estando triste. De este modo comprendió que la muñeca nunca sería feliz con ella, así que accedió a los deseos de su madre, la besó y se despidió de ella.
- Compréndelo Monic, ya no sé qué hacer por ti. Espero que tu nueva dueña sepa cómo hacerte sonreír.

Monic fue llevada a una casa grande donde el grupo de mujeres de la alta sociedad había hecho una recolección de ropas y juguetes para el Hospital de las Hermanitas Descalzas. Allí en la casa de los marqueses, a Monic  le esperaban nuevas sorpresas.

La tarde fue aburrida, metida en el arcón entre ropas usadas y juguetes sin vida, pero al llegar la noche, una melodía despertó sus oídos. El sonido creció de intensidad, y al abrir los ojos, vio la preciosa cara de una niña de la misma edad de María. Su piel era tan blanca como la nieve, pero sus ojos estaban tristes y apagados. La niña alargó la mano y la tomó de la suya con suma delicadeza.
- Hola soy Margarita.- Un nuevo nombre para una nueva dueña pero ¿y ella? ¿Es que no le iba a poner un nombre? Era la primera vez que no tenía nombre, y se sintió incómoda. Por eso decidió recuperar su primer nombre y llamarse Marilitas.

De pronto la puerta se abrió y las dos se sorprendieron. Margarita la escondió a su espalda de modo que no pudo ver con quien hablaba.
- ¡Señorita! ¿Qué hace aquí? Debería estar en la cama.
- Estuve llamando, pero nadie me oía. Quiero un vaso de leche.
- Vaya a su cuarto señorita yo mismo se lo llevaré.
- Estoy harta de mi cuarto, me aburro.
- Pero señorita si tiene usted todos los juguetes que existen.
- Quiero ir al baile, déjeme por lo menos que mire desde lo alto de la escalera. No me verá nadie, y si me descubren, no les diré a mis padres que usted lo sabía.
- Señorita, me pone usted en un compromiso, le dejo que se lleve usted lo que ha cogido del arcón si se va a su cuarto en este momento.
- Por favor, aunque sea solo un instante.
- De acuerdo, puede usted mirar mientras llevo esta bandeja, pero en cuanto vuelva se irá usted a su cuarto.

Al llegar a la escalera, Margarita se escondió detrás de una planta. Marilitas pudo ver con claridad que se estaba celebrando uno de aquellos bailes, que tanto imaginaron María y ella. Allí estaban las luces brillantes, los vestidos, las distinguidas señoras y las sonrisas que les debían dirigir a ellas. Marilitas cerró los ojos y volvió a llorar de nuevo, echaba tanto de menos a María que ya no quería ver nada más. La orquesta tocaba el vals que tenían que haber bailado ellas dos, sin embargo todos giraban sin darse cuenta de que allí no estaba María.

Marilitas lloró y lloró hasta que derrotada se quedó dormida. Al despertar viajaba junto a otros baúles repletos de ropa usada, comida y juguetes camino del Hospital de las Hermanitas Descalzas. Al  llegar, una mujer  vestida de blanco abrió su arcón en busca de un vestido para una niña.
- Anda mira aquí hay una muñeca ¿Has tenido alguna vez una muñeca?- Le preguntó a la niña.
- Si una vez tuve una, pero se me perdió

De pronto el corazón de trapo de Marilitas se llenó de alegría y de ilusión. Esa niña era María. Cuando la señora la levantó, pudo verla con claridad y sin duda era ella.
- ¡María!- Gritó la muñeca.
- ¡Marilitas!- gritó la niña al verla. Había cambiado mucho, vestida con ropas elegantes, su pelo ya no llevaba trenzas y su cara lucia más limpia y clara. Pero estaba completamente segura de que era Marilitas.- No sabes cuánto te he echado de menos

Estuvieron dos días sin para de hablar. María le contó muchas cosas nuevas que había visto en el hospital. Marilitas sin embargo, le contó su historia pero lamentaba no poder darle detalles, pues sus ojos siempre habían estado repletos de lágrimas en todo momento. María la reprendió por ello.
- Es que no podía dejar de pensar en ti.
- Yo también pensé mucho en ti, no te podías ir de mi cabeza. Sin salir de aquí me han pasado muchas cosas y he conocido a mucha gente. No he visto las cosas que tú, pero todo es emocionante si te lo propones. ¿Cuántas veces deseamos montar en un coche tirado por caballos? Tú montaste en uno y no disfrutaste, porque no parabas de llorar. Siempre deseamos conocer a gente de otros países como la Honorable señora Nicolete, y tu tristeza te impidió hacerte amiga suya. Y ¿Qué me dices del baile? Siempre deseamos asistir a un baile elegante y cuando tú lo lograste, las lágrimas nublaron tus ojos y te impidieron ver detalles que yo ahora quisiera conocer.
- Pero tú no estabas allí y yo solo quería estar contigo. Siempre pensé que te había perdido para siempre.
- Yo también lo pensaba, pero en vez de llorar, les conté a todas mis enfermeras los momentos felices que pasamos juntas. Y solo con recordar aquellos momentos era como si te tuviera aquí de nuevo. Eso hacía, que en vez de llorar cuando me acordaba de ti, pudiera hacerlo con una sonrisa. Seguro que toda la gente que tuviste a tu alrededor, te hubiera querido igual que yo, pero tenías que dejarte querer.
- Pero no era lo mismo.
- Claro que no, pero si lloras, la tristeza te impide ver lo bello que todavía tienes a tu alrededor, y eso hace que sufras dos veces. Por lo que ya no tienes, y por lo que no ves.  Es normal que te sientas triste cuando no puedes estar al lado de alguien que quieres, pero debes recordar siempre una cosa. Que cuanto más te duela alejarte de alguien, es porque más momentos bellos viviste a su alrededor. Y esos momentos son lo único que te lo devolverá.
- Tienes razón, mi corazón estaba triste y pensaba que todo lo que pasaba a mi alrededor era malo, pero no era así, sencillamente no podía ver lo que tenía. Espero no separarme nunca de ti, pero si alguna vez lo hago, me esforzaré por ser feliz.




Dedicado a todos aquellos,
que perdimos a alguien que nos hizo
“derramar” la sonrisa durante más de unas horas.